Aproximadamente dos meses y medio más tarde, el
23 de junio de este mismo año, tuve a mi segundo nieto, en este caso un niño
llamado Adrián. Hijo de mi primer hijo, Javi y de su mujer Adelaida que me
llenó de gozo, del gozo que ya experimenté con Valeria y que ahora
experimentaba de nuevo con Adrián.
Sin embargo, en este caso, las cosas no fueron
tan bien como en el nacimiento de Valeria. El embarazo de mi nuera fue de todo
menos tranquilo. Por varios motivos y todos relacionados con la preeclampsia
que padeció a partir de la 20 semana de embarazo más o menos. La tensión se le
disparó hacia arriba con cifras elevadísimas que le hicieron acudir al hospital
en múltiples ocasiones. En definitiva, un embarazo de alto riesgo como le
dijeron en alguna ocasión.
Era lógico que el bebé naciera prematuro pues su
vida y la de su mamá corrían peligro de no adelantar el parto. Así que, con 35
semanas de embarazo, a mi nuera se le practicó una cesárea de urgencia dados
los altísimos niveles de tensión arterial que tenía y que no bajaban con ningún
tipo de medicación. Me consta que la cosa estuvo peliaguda y que tanto mi nuera
como mi pequeño Adrián corrieron un riesgo extremo.
En fin, por suerte todo salió bien, pero los
momentos de angustia que pasamos, sobre todo mi hijo Javi, nos curtieron a
todos en el difícil (y nada aconsejable) arte del sufrimiento.
A mi pequeña Valeria le escribí un poema con motivo de
su nacimiento, mi pequeño Adrián no iba a ser menos. Es por eso que le escribí
este relato rememorando todo lo relacionado con su nacimiento. Es este:
Adrián
Envuelto en los bordados de la inocencia;
con los
últimos trinos de las golondrinas;
poco antes
de que el crepúsculo
extendiera
su manto
sobre
estas tierras labrantías
y se
sumergiera pedazo a pedazo
en la
noche de San Juan;
apenas
tímidamente,
queriendo
sin haber querido,
asomó sus
ojos al mundo
mi pequeño
Adrián.
Y papá
contuvo el aliento.
Y todos
nosotros,
a lomos de
la ilusión,
en la
eterna impaciencia
de la
esperanza…
aguardábamos.
Solo tres
palabras:
¡Todo
salió bien!
Pero te
separaron de mamá
y te
llevaron
a la
soledad infinita
de una
incubadora.
Lejos de
las caricias de papá
y de la
voz y el dulce aroma de mamá.
Y el
tiempo pasó…, y un día,
con los
primeros sofocos caniculares,
cuando San
Pedro hermosea
en los
últimos suspiros de junio,
dormiste
por fin en tu cunita;
¡ya
estabas en casa!
Y a tu
abuelo lo hiciste
el hombre
más feliz del mundo
porque mi
pequeño Adrián
se unió a
Valeria.
¡Ya tenía
dos nietos,
dos
querubines
en el
céfiro de la inocencia!