A menudo vienen a mi mente recuerdos de mi abuelo
Marcos, el padre de mi madre. Un hombre cultísimo, cultura adquirida de una
forma totalmente autodidacta (a la fuerza ahorcan), en eso me parezco mucho a
él. Supongo que mi amor por la lectura, por la astronomía, por la literatura,
por la historia… por la cultura, me viene heredado de mi abuelo.
Él, por ejemplo, fue el primero que me enseñó a mirar el cielo nocturno y a saber lo que estaba viendo cuando yo era todavía un infante de corta edad. Me enseñó a conocer los nombres de los planetas, de las estrellas, de las constelaciones, a saber que esa banda brumosa que se extiende a través del cielo era parte de la Vía Láctea, la galaxia en donde se encuentra el Sistema Solar.
Él fue el primero que me habló de un tal Cervantes y de su novela «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha», novela que mi abuelo me leyó, con aquella voz grave y modulada, en muchas ocasiones. Por cierto, la biografía de Cervantes fue el primer libro que leí (me lo regalaron los Reyes Magos) cuando tenía 9 años…, ¡me encantó! supongo que mucho tuvo que ver mi abuelo (con su lectura del Quijote) para que me gustara tanto la biografía de tan insigne escritor.
De mi abuelo Marcos, que murió cuando yo tenía 27 años, conservo muchos recuerdos aunque, por desgracia, vivíamos en pueblos distintos y no me era posible visitarlo con la frecuencia que yo hubiese deseado. De cualquier manera era un hombre admirable que encontró en los libros mucha de la erudición que atesoraba, aumentada, eso sí, por sus experiencias vitales. Todo ello unido hizo de mi abuelo un gran talento, perdido por desgracia entre los surcos y las tierras labrantías de su Torreperogil natal.
Lástima que no tenga ninguna foto de él para poder ilustrar estas reflexiones.