Siempre
he creído —y nuestra negra historia lo confirma— que somos una especie fallida dentro
de la lógica natural del universo. Por eso, estoy en contra de traer hijos al
mundo: no deseo contribuir a perpetuar esta especie tan nociva. Nociva para las
demás especies, para sí misma y para todo cuanto la rodea, incluido el planeta
que habita.
No niego que existan personas que se salven de esa tónica destructiva general. Pero aun así… ¿para qué nacer, si la vida está tan llena de sufrimiento y la maldad humana forma parte del paisaje?
Y yo, que ya he nacido; que ya he vivido; que ya he conocido; que llevo las alforjas llenas de experiencias —unas buenas, otras no tanto—; yo, que he visto de primera mano las aberraciones que ha cometido el ser humano a lo largo de la historia; que sé que la maldad, tarde o temprano, se impone a la bondad —porque si no fuera así, no habría guerras, ni hambre, ni injusticias—…
En fin, yo, que formo parte de esta tragicomedia llamada humanidad, no sé si dar las gracias a mis padres por haberme traído al mundo… o pedirles explicaciones por haberlo hecho.
Un terrible dilema, ciertamente.
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