El sol había caído lo suficiente como para
alargar las sombras hasta el infinito. En el marco incomparable del Paseo de
las Murallas de Baeza, cuando la tarde se escapaba casi con prisa, caminaba la «Julita».
Asida a mi brazo derecho, avanzaba con paso torpe, cargando, no solo los dolores
del cuerpo, sino también los del alma, con la resignación que le daban sus 87
años y pico.
Sé que estos días invernales te ponían triste,
te llenaban de melancolía, de recuerdos, de soledad. Por eso quise que disfrutaras junto a tus
hijos de la tibia calidez de aquella tarde de enero y del impresionante paisaje
del Valle alto del Guadalquivir. El entorno era hermoso y la temperatura
agradable... aunque tú ya no lo disfrutabas como nosotros.
Y te entendía. Entendía que, después de
tantos años vividos, los anhelos se fueran apagando. Que tus alforjas estaban
demasiado llenas de recuerdos, de ausencias, de seres queridos que partieron
antes que tú hacia donde intuías, que habrías de ir también en no demasiado
tiempo.
¡Ay Julita! ¡Qué efímera es la vida! ¡Qué
rápido se pasó el tiempo! Tus ilusiones fueron menguando con el inexorable paso
de los años y, aunque no querías morir, sí que estabas cansada de vivir.
Con paso lento, aunque impaciente por llegar.
Cogida de mi brazo, nos adentramos en las calles que rodean el Paseo de las
Murallas en busca del coche que la llevaría a la cálida paz de su hogar. Porque
en su hogar se sentiría bien, sola con sus soledades descansaría su cuerpo… y
su alma.
Querida madre: prometo disfrutar al máximo de
tu compañía en los años, que sabíamos escasos, que aún te quedaban.
Porque me has dado mucho sin pedir nunca nada
a cambio, por todo el amor que me has brindado te digo:
¡Gracias!
Gracias por sufrir conmigo y alegrarte
conmigo, por cada gesto de ternura, por tu alegría contagiosa, por tantas
cosas… ¡mil gracias, mi querida y adorada Julita!
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Seis años, nueve meses y dos días habían pasado
desde aquel 10 de enero de 2019, aquella tarde tibia de invierno en que
paseaste junto a tus tres hijos por el Paseo de las Murallas de Baeza, hasta
que, el 12 de septiembre de 2025, exhalaste tu último suspiro.
Casi siete años en que aún nos regalaste tu presencia,
tu gracia y tu buen humor. Poco a poco tu cuerpo se fue desgastando y las
ilusiones se fueron perdiendo en el largo túnel del tiempo. Sin prisa pero sin
pausa, la felicidad se te escapaba bajo el peso insoportable de los años.
Le agradezco a Dios que te dejara ver la boda
de tu nieto y conocer a mis dos nietos, tus bisnietos. Pero el tiempo sopla
como un viento demasiado fuerte, y al fin pudo contigo, mi amada Julita, que
hace apenas cuatro días, te arrastró hacia el frío y eterno abrazo de la muerte.
Aunque tu partida ha sido un puñal en las
entrañas, me queda el consuelo de que nunca más sentirás dolor, ese dolor cruel
que tanto te martirizó en los últimos días de tu vida. Hoy, al fin, descansas.
Madre querida, aunque ya no estés, la luz de
tu sonrisa sigue aquí, conmigo. Y seguirá para siempre. Tu ausencia duele, pero
tu amor me sostiene.
Gracias por indicarme el camino, por ayudarme
a vivir, por cada enseñanza, cada abrazo, cada palabra que me hizo más fuerte,
por acompañarme siempre, por dejarme la certeza de que nunca me faltará tu luz.
Adiós mi tesoro, mi madre adorada. Hoy el
cielo está de enhorabuena, aunque nosotros estemos desgarrados por el dolor de
tu marcha. Hoy brilla una nueva estrella en el firmamento: la tuya, Julita, que
me guiará hasta el día en que volvamos a encontrarnos.
Descansa en paz, mi ángel, mi queridísima
madre. Siempre vivirás en mi corazón.
¡Adiós, mi entrañable Julita!