He trabajado durante
bastante tiempo en un hospital. Ahora ya no lo hago porque me jubilaron por mi
lesión en la pierna. Cuando por inexcusable obligación, ya que no lo hago en
otro contexto, tengo que acudir al lugar donde he trabajado durante tantos años,
me ocurre algo que se repite siempre, algo extraño y que no puedo evitar: Me
invade una infinita nostalgia acompañada
de una voz interior que me dice: “qué pena que el azar caprichoso, quitara de
mi vida mi adorado trabajo”. ¿No es extraño?
Lo digo porque han
pasado ya cuatro años desde que no trabajo allí. Por eso, por el mucho tiempo
que ha pasado, me extraña que la melancolía se apodere de mí todavía y eche
tanto de menos una etapa que hace mucho que pasó.
Y eso que solo acudo por
inexcusable obligación como he dicho antes, pero cuando lo hago, al ver las
caras conocidas, al recorrer sus pasillos y sus estancias, los recuerdos se
avivan y acuden a mí en tropel. Porque cada cara conocida, cada pasillo, cada
estancia, me cuenta una historia, una historia de veinte y muchos años. Una
historia que ya solo queda en mi memoria. Pero una historia que al fin y al
cabo me marcó para siempre… y para bien. Porque al amor por mi trabajo hay que
unir la cantidad de personas que se cruzaron en mi vida, que vivieron la suya a
mi lado día por día durante muchísimo tiempo y que me dejaron, en la inmensa
mayoría de los casos, una bonita y honda huella.
Así que, tampoco es tan
extraño que la nostalgia me visite cuando, por unas u otras causas, tengo la
necesidad de acudir al que fue mi lugar de trabajo, un trabajo que amaba profunda
y apasionadamente y que perdí por uno de esos veleidosos caprichos del destino.
En fin… ¡C'est la vie!
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