Hace
unos días, un buen amigo mío publicó en su estado de WhatsApp una reflexión que
me gustó especialmente, aunque también me inquietó. En ella razonaba sobre lo
que la ciencia supone que podría ser el fin último de cada uno de nosotros al
morir. Por supuesto, no deja de ser una teoría, porque… ¿quién se atreve a
vaticinar lo que habrá después –si es que hay algo– de la muerte?
Con todo, la explicación tenía cierta lógica y hasta parecía plausible. Y fue precisamente esa posibilidad de certeza –y que ahora leeréis– lo que me dejó pensando, incluso con cierto desasosiego.
Mi amigo decía que, como todo lo que nos rodea, surgimos hace unos 13.800 millones de años, cuando se produjo el Big Bang.
Esta teoría –la generalmente aceptada por la ciencia–fue planteada en 1930 por el sacerdote y físico belga Georges Lemaître, quien utilizó la teoría de la relatividad de Einstein para demostrar que el universo estaba en movimiento constante.
En 1929, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble vino a corroborar de algún modo la teoría de Lemaître al observar que las galaxias estaban alejándose unas de otras, hecho que demostró la expansión del universo.
Si el universo se está expandiendo, en un momento remoto del pasado debió estar concentrado en un pequeño punto supercaliente y superdenso que explotó –aunque esta no es la palabra correcta, más bien empezó a llenar el espacio–, para luego ir enfriándose a medida que se expandía, creando con ello la materia de la que estamos hechos nosotros y, a su vez, el propio tiempo.
En su reflexión, mi amigo decía:
«… Empecé formando parte de un todo, y así ha sido durante océanos de tiempo. Muy recientemente –aquí mi amigo dice su edad–, fue cuando nací a la vida tal y como la conocemos. Sigo formando parte de ese todo, aunque con una individualidad y consciencia adquiridas en el momento de mi nacimiento. Cuando se acabe mi tiempo como entidad individual, volveré a ese todo durante una eternidad de eones, ya que, según la Ley de Lavoisier, «la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma». Los átomos que hoy forman mi cuerpo no desaparecerán: simplemente se ordenarán de otra manera».
He leído en alguna ocasión esta reflexión de base científica sobre la probable reordenación de nuestros átomos para seguir formando parte del universo, aunque sin conciencia de lo que fuimos. A pesar de ser una idea interesante, sería desalentador que este fuera el fin último que nos espera a todos.
Para mí, que creo en una vida más allá de esta, sería desolador aceptar que todos –buenos, malos o regulares–, acabáramos de la misma forma. No puedo aceptar que se queden sin castigo todas aquellas personas que han causado tanto dolor a tanta gente a lo largo de la historia. Como tampoco puedo aceptar que se queden sin otra oportunidad de una vida mejor, aquellas personas –millones de ellas a lo largo de los tiempos– que por un simple capricho del azar, hayan venido al mundo con los estigmas de la pobreza y el sufrimiento. Si así fuera, la lógica universal carecería de sentido. Sería demasiado cruda… y demasiado cruel.
De cualquier modo, ¡quién sabe lo que nos espera tras la muerte! Tal vez existan otras formas de seguir evolucionando, de permanecer conscientes en otros planos. O quizá haya universos paralelos –también propuestos por la ciencia– que nos brinden nuevas oportunidades. Entonces… ¿por qué no?
O puede que el universo se encamine hacia un Big Freeze, una muerte térmica en la que, dentro de inimaginables eones, toda la energía se disipe hasta que, tal vez, un nuevo Big Bang renazca de las cenizas del tiempo. La ciencia considera hoy ese escenario como el más probable.
Seguramente fuera lo más justo: que pudiéramos volver a nacer en un mundo que nos dé la oportunidad de ser recompensados por nuestros sufrimientos pasados o también castigados por nuestras tropelías, que todo pudiera pasar. Y no debemos preocuparnos por la inmensa cantidad de tiempo para que acaso eso ocurra, cuando uno no es consciente de ese tiempo una eternidad puede parecernos un simple suspiro.
¿Seremos solo partículas inanimadas tras la muerte, o seguiremos siendo algo más? Nadie lo sabe. Son teorías y conjeturas imposibles de demostrar. ¡Vete tú a saber!
Mientras tanto, vivamos lo mejor que podamos y disfrutemos de los pequeños placeres que da la vida que son, en definitiva, los que al cabo nos hacen felices.
Cuando la muerte nos alcance, nos adentraremos en un misterio que nadie ha logrado descifrar. Algo totalmente desconocido y es ese desconocimiento lo que nos inquieta. En todo caso, la idea de la evolución no se puede desterrar cuando se trata del alma de las personas. Según mis creencias –y las de otros–, el alma necesita muchas vidas para alcanzar un nivel máximo de perfección. Todo en el universo evoluciona: ¿por qué nosotros íbamos a ser la excepción?
La ciencia no tiene todas las respuestas, pero nos enseña a mirar el misterio sin miedo. Tal vez la respuesta importe menos que el simple hecho de seguir buscando. Porque, al fin y al cabo, preguntarnos por lo desconocido es una de las formas más hermosas de recordar que seguimos vivos, conscientes… y maravillados ante el misterio de existir.

No hay comentarios:
Publicar un comentario