La belleza y la dulzura de tu cara mi querida
Isabel… y de tu alma, porque las cualidades que tienes son aún más bellas. Tú
eres el tesoro que encontré, en una de esas rocambolescas y venturosas
casualidades que, sin esperarlas, a veces nos depara el destino. Fue allá por
el 25 de agosto de 1976 y desde entonces me acompañas por los derroteros de la
vida.
Porque, sabedlo, mi adorado tesoro me ha
ayudado a respirar cuando la opresión de la, a veces soga de la existencia me
ahogaba. En el transcurrir por los muchas veces intrincados senderos de esa
existencia me ha hecho mejor persona y me ha proporcionado ese viento que
empujara las velas de mi barco para cruzar con éxito el océano de la vida.
Siempre a mi lado, en lo bueno… y en lo malo.
Porque al referirme a ella sí que puedo decir alto y claro aquello de… «Contigo
pan y cebolla».
Que es bella no hay quien lo discuta pero, ¿qué
puedo decir de esa otra belleza, de la belleza que no se ve? ¿Qué se puede
decir de una persona que será la primera en ofrecer su ayuda y la última en
buscar una recompensa? ¿Qué se puede decir de una persona que te ofrecerá el
mejor sitio quedándose ella con el peor? ¿Qué se puede decir de una persona
sencilla, dulce, amable, simpática, con un atractivo halo de bondad que la hace
diferentemente extraordinaria? No estoy ensalzándola gratuitamente, es la
verdad, la pura y maravillosa verdad.
Por todo eso la quiero, por todo eso estoy,
después de casi 49 años de caminar juntos, enamorado de ella hasta las trancas.
Y todas las tardes y todas las noches y todos
los días de mi vida estaré dando gracias a Dios por tenerla a mi lado, porque…
sinceramente, la diosa fortuna me miró con gracia aquel lejano 25 de agosto.
¡Te quiero tanto mi adorada Isabel, mi adorado tesoro!