Cuando llegas a una etapa de la vida en que se está más cerca de la vejez que de la juventud, a menudo rebusca uno en su mente recuerdos de aquellos años que pasaron y que jamás volverán, es como si quisieras volver a vivirlos, embriagándote de ellos gozas y disfrutas de los momentos vividos, de aquellos que te hicieron feliz. Por muy lejanos que sean estos recuerdos, algunos de ellos se han quedado impresos en tu memoria de forma indeleble y los rescatas de cuando en cuando recordando que una vez también tú cruzaste esa etapa de candorosa inocencia que fue tu niñez.
Yo he tenido la gran suerte de haber vivido una infancia muy feliz, no teníamos mucho en casa pero es que tampoco necesitábamos mucho. Entonces no era como ahora, en aquellos primeros años de mi niñez no había tanta tecnología, no había frigoríficos, ni vitrocerámicas, a lo sumo una cocina de gas butano portátil con dos o tres pequeños fuegos, en muchas casas guisaban sobre las ascuas de una buena lumbre.
Entonces no teníamos teléfono, ni fijo ni móvil, ni por supuesto teníamos ordenador, ni Smartphone, ni tablets, ni PlayStation, y la televisión llegó a casa cuando yo tenía nueve años al igual que el frigorífico.
Recuerdo que cuando mis padres compraron su primer televisor se produjo una auténtica fiesta en casa. Tanto mis hermanas como yo mismo, lo recibimos con alborozo y con muchísima emoción. Por fin podíamos ver “Los Chiripitifláuticos” (Valentina, Locomotoro, El Capitán Tan, El tío Aquiles, Los hermanos Malasombra…), “La familia Telerín” (Cleo, Teté, Maripí, Pelusín, Colitas y Cuquín) para irnos a la cama, aunque yo nunca me acosté tan temprano, “Bonanza”, “Embrujada”, “El agente de CIPOL”, “El Santo”, “Misión imposible”, “El Superagente 86”, “El Virginiano”, “Galas del Sábado (presentado por Joaquín Prat y Laura Valenzuela)”, “Estudio 1” (que me encantaba a pesar de mis pocos años), “Historias para no dormir” (que me quitó el sueño no pocas veces), etc.
A pesar de no tener (ni falta que hacía) la tecnología que impera hoy en el mundo y que a la chiquillería, según mi opinión, hace más mal que bien, a pesar de ello, de carecer de videoconsolas y ordenadores, de tabletas y móviles inteligentes que lo único que hacen con los infantes es idiotizarlos, a pesar de ello repito, éramos felices, porque no necesitábamos demasiado para serlo, porque nos divertíamos con cualquier cosa. Unas simples chapas de cerveza y nos montábamos unas carreras de aúpa sobre una pista dibujada en el suelo. Con unas canicas podíamos estar toda una tarde pasándolo en grande. Nuestra imaginación no tenía límites, podíamos recrear la Batalla de Little Big Horn con unos cuantos “indios” y “americanos” que nos habían regalado por nuestro cumpleaños. Agudizábamos nuestro ingenio cuando jugábamos al escondite y organizábamos el campeonato mundial de atletismo en plena calle. Las carreras de fondo consistían en dar 20 ó 30 vueltas a la “manzana” (de 10 a 15 kilómetros). ¡Así cómo diablos íbamos a estar gordos!
En casa, sobre todo cuando hacía mal tiempo y no podía salir a la calle, construía fortalezas con el “Exin Castillos” que me habían echado los Reyes Magos. Leía comics del “Capitán Trueno”, de “Jabato”, de “Roberto Alcázar y Pedrín”, del “Guerrero del Antifaz”. En los tebeos de Pulgarcito seguí las andanzas de “Carpanta”, “Don Pío”, “La familia Cebolleta”, “El repórter Tribulete”, “Zipi y Zape”, “Doña Urraca”, “Las hermanas Gilda”, “Mortadelo y Filemón” “La familia Trapisonda”, “El profesor Tragacanto y su clase que es de espanto”, “Rigoberto Picaporte solterón de mucho porte”, “Anacleto agente secreto”… llegué a tener cientos de ellos. Jugaba al parchís y a la Oca con mis hermanas y mis padres… ¡Dios, qué tiempos aquellos!
Pues sí, aunque sé que es imposible, me gustaría volver a los maravillosos años de mi infancia de los cuales guardo tan gratos recuerdos. Sin preocupaciones, sin cosas que me quitaran el sueño (excepto las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador), sin miedo al futuro, disfrutando cada momento, cada juego, disfrutando del alborear de la vida. Ahora, en plena madurez, las cosas ya no son tan bonitas y las preocupaciones propias y de la familia vienen a ensombrecer un poco el devenir de mi existencia. Menos mal que, como dijo el escritor alemán Jean Paul: "El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados".
Marco Atilio
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