El 10 de abril de este año 2024 tuve a mi
primera nieta, Valeria. Hija de mi segundo hijo, David y su compañera Ana. Fue
un proceso de parto largo pero al fin exitoso.
Aproximadamente dos meses y medio más tarde, el 23 de junio de este mismo año, tuve a mi segundo nieto, en este caso un niño llamado Adrián. Hijo de mi primer hijo, Javi y de su mujer Adelaida que me llenó de gozo, del gozo que ya experimenté con Valeria y que ahora experimentaba de nuevo con Adrián.
Sin embargo, en este caso, las cosas no fueron tan bien como en el nacimiento de Valeria. El embarazo de mi nuera fue de todo menos tranquilo. Por varios motivos y todos relacionados con la preeclampsia que padeció a partir de la 20 semana de embarazo más o menos. La tensión se le disparó hacia arriba con cifras elevadísimas que le hicieron acudir al hospital en múltiples ocasiones. En definitiva, un embarazo de alto riesgo como le dijeron en alguna ocasión.
Era lógico que el bebé naciera prematuro pues su vida y la de su mamá corrían peligro de no adelantar el parto. Así que, con 35 semanas de embarazo, a mi nuera se le practicó una cesárea de urgencia dados los altísimos niveles de tensión arterial que tenía y que no bajaban con ningún tipo de medicación. Me consta que la cosa estuvo peliaguda y que tanto mi nuera como mi pequeño Adrián corrieron un riesgo extremo.
En fin, por suerte todo salió bien, pero los momentos de angustia que pasamos, sobre todo mi hijo Javi, nos curtieron a todos en el difícil (y nada aconsejable) arte del sufrimiento.
A mi pequeña Valeria le escribí un poema con motivo de su nacimiento, mi pequeño Adrián no iba a ser menos. Es por eso que le escribí este relato rememorando todo lo relacionado con su nacimiento. Es este:
Adrián
con los últimos trinos de las golondrinas;
poco antes de que el crepúsculo
extendiera su manto
sobre estas tierras labrantías
y se sumergiera pedazo a pedazo
en la noche de San Juan;
apenas tímidamente,
queriendo sin haber querido,
asomó sus ojos al mundo
mi pequeño Adrián.
Y papá contuvo el aliento.
Y todos nosotros,
a lomos de la ilusión,
en la eterna impaciencia
de la esperanza…
aguardábamos.
Solo tres palabras:
¡Todo salió bien!
Pero te separaron de mamá
y te llevaron
a la soledad infinita
de una incubadora.
Lejos de las caricias de papá
y de la voz y el dulce aroma de mamá.
Y el tiempo pasó…, y un día,
con los primeros sofocos caniculares,
cuando San Pedro hermosea
en los últimos suspiros de junio,
dormiste por fin en tu cunita;
¡ya estabas en casa!
Y a tu abuelo lo hiciste
el hombre más feliz del mundo
porque mi pequeño Adrián
se unió a Valeria.
¡Ya tenía dos nietos,
dos querubines
en el céfiro de la inocencia!
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