a la memoria de Pilar Suárez
Se apagan las risas de los niños
y el canto de los pájaros.
El sol de la primavera
ya no calienta.
Silencio…
poco a poco.
Quiero gritar
y no puedo.
Me siento extraña,
flotando sobre mí,
y sola,
terriblemente sola.
De repente…
No hay lluvia.
No hay viento.
No hay árboles,
ni montañas,
ni siquiera aire.
Nada.
¿Dónde están mis hijos?
¿Dónde mi marido?
¿Por qué lloran?
¿Por qué lloran todos?
Poco a poco… el silencio.
¡Y la soledad!
Frío.
Un frío hondo.
Oscuridad que envuelve
por fuera y por dentro.
Miedo.
¿Por qué no puedo moverme?
¿Por qué este vacío,
como un mar sin orillas?
Quiero ver a mis hijos.
A mi marido.
A mi familia.
Quiero tocarlos.
Quiero decirles
que estoy aquí…
Pero no me oyen.
Silencio.
Oscuridad.
Penumbra y silencio.
De pronto,
una luz suave
atraviesa la negrura
y me susurra sin palabras:
–Tu vida ha terminado.
¡Dios mío!
Solo tengo 54 años.
¡Quedaban tantas cosas!
¡Tantos abrazos!
¡Tantos caminos!
No quería irme así.
No tan pronto.
No por mis hijos.
No por mi marido.
Luché con todas mis fuerzas,
pero la muerte
ha ganado.
Y, sin embargo…
ya no hay dolor.
Solo calma.
Sosiego.
Paz.
No estoy triste.
Sé que algún día
volveremos a encontrarnos,
y esa certeza me sostiene.
Me llevo el amor de todos,
como un manto invisible
que me arropa.
Quisiera decirles
que no sufran,
porque nos volveremos a ver…
Pero no me oyen.
Lástima.
Todo se disuelve.
Se
desvanece.
Solo queda el silencio…
el silencio…
solo el silencio…
y la esperanza
de un mañana juntos.
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